Hacía muchos años que
querían volver a su tierra, a ver los hermosos y verdes bosques del norte donde
fueron tan felices.
Era muy pequeño cuando su
padre por motivos de trabajo tuvo que trasladarse a Sevilla, con la promesa de
que algún día volverían a su tierra, pero no fue así.
Hugo, no se acababa de
acostumbrar, solo pensaba y recordaba los largos veranos en la casa de sus
abuelos donde él y su hermano
Fernando ayudaban en las huertas,
recogían las manzanas para la sidra y las uvas para el txakoli. Cuidaban del
ganado, un pequeño rebaño de ovejas latxa, que se encargaban de ordeñar y
cuidar, para, con aquella leche, hacer los quesos para el uso familiar. Jamás
ha vuelto a probar un queso con aquel sabor tan peculiar.
Cuando la noche caía, se
sentaban al amor del fuego con los
abuelos y les contaban maravillosas historias de duendes, demonios, hadas, y demás habitantes de los
frondosos bosques, que ellos escuchaban boquiabiertos llegando a creer que eran
historias verdaderas, por el énfasis que el abuelo ponía al contarlas.
Los años fueron pasando y
lo que iba a ser una corta estancia, se convirtió en su nuevo hogar. Allí
pasaron el final de su infancia, su adolescencia, cursaron sus estudios,
conocieron a sus respectivas esposas, en definitiva, allí, en Sevilla formaron
sus familias los dos hermanos.
Hugo tenía dos hijos,
Rubén y Adrián, que tenían quince y doce años respectivamente, y su hermano
Fernando un niño de trece, Héctor, y una hermosa niña de ocho años, Katalin que
era igual a su abuela paterna, a la que no llegó a conocer, llevaba su mismo
nombre, tenía sus mismos ojos azules tan tranparentes como el cielo y un
cabello oscuro y abundante que siempre ataba en una coleta en lo alto de su
cabeza. Era la niña mimada por todos, por ser la única niña y la más pequeña.
Los cuatro primos se llevaban muy bien, en conjunto, era una familia que vivía
en armonía y se divertían mucho
todos juntos.
Este año y después de
mucho pelear, consiguieron convencer a sus esposas para pasar las vacaciones en una casa rural cerca
del caserío de sus abuelos. Estaban entusiasmados, se pasaban el día recordando
como lo pasaban y contándoles a sus hijos por enésima vez, como era el bosque
que atravesaba el río donde vivían las lamias.
Cualquiera que les oyese
por primera vez, caía en la trampa de preguntar por esos extraños seres que
habitaban aquellos bosques, a lo que Hugo lleno de orgullo contestaba con una
historia de cómo él vio una lamia de verdad, en mitad del río, la mujer más
hermosa que había visto nunca, que peinaba sus hermosos cabellos largos y
rubios con un peine de oro y que una vez en el agua, nadaba y saltaba haciendo
piruetas como los delfines.
Su hermano Fernando tres
años más pequeño que él, se reía y le desmentía, diciéndole que se lo estaba
inventando todo, a lo cual y muy serio Hugo respondía que él la vio y no solo
una vez, sino, muchas veces e incluso había nadado con ella en el río y había
podido ver sus pies. Entonces se ponía misterioso y contaba que sus pies no
eran normales, sino que eran pies de pato.
Cuando llegaba a ese
momento la carcajada era general, y Hugo casi enfadado, cambiaba de tema.
El gran día llegaba y ya
estaba todo preparado, irían en avión y una vez allí alquilarían dos coches
para llegar hasta la casa rural.
Habían buscado por
Internet y las fotos eran realmente espectaculares una casita preciosa, con
todas las comodidades y en plena naturaleza, muy cerca del caserío de sus
abuelos que estaba en el mismo valle, casi podrían verlo desde sus ventanas.
Era perfecto y por fin, pasarían de nuevo un verano como los de su infancia. Podrían
enseñarle a su familia su tierra, ese sería un estupendo verano para todos.
Llegaron a mediodía, y
fueron directamente a la casa que sería su hogar, pero por el camino, divisaron
el caserío de los abuelos y pararon para enseñárselo a sus familias, se bajaron
de los coches y se dirigieron hasta la puerta.
Una extraña sensación se
apoderó de los dos hermanos, entre excitación, miedo, tristeza, alegría. No
sabían explicarlo, ni lo intentaron, pero estar allí frente a la puerta del que
fue su hogar hace tantos años, les revolvió por dentro, revivieron de golpe
todas aquellas sensaciones, los olores, colores, sonidos ya olvidados, de
aquellos lejanos tiempos.
Los dos hermanos se abrazaron y mirando fijamente una extraña
flor que había en la puerta, un escalofrío les recorrió la espalda, cada uno
sintió el escalofrío del otro, lo habían olvidado, no se habían acordado de la
flor, inconscientemente, no habían vuelto a recordar aquello, sus mentes lo
habían arrinconado en el lugar donde se guardan las cosas que no se deben
recordar.
El resto de la familia, no
se había dado cuenta de aquello, y observaban atónitos el espectacular paisaje
que se veía desde allí. Solo la
pequeña Katalin reparó en la extraña flor que presidía el dintel de la
puerta y preguntó por ella.
En ese mismo momento la
puerta se abrió y una señora de unos sesenta años apareció por ella con cara de
asombro al ver aquella cuadrilla frente a su casa.
Intentó reconocer a
alguien, pero no lo consiguió, entonces Hugo se adelantó y le explicó el por
qué de aquella inesperada visita.
La mujer les invitó a
entrar a lo que rehusaron diciendo que debían seguir caminando, hacia su
alojamiento, pero con la promesa de que volverían en unos días. Cuando ya se
marchaban. Katalin se dio la vuelta y le preguntó por la flor a la amable
señora, la cual respondió que era una “eguzkilore” la flor que protegía la casa
de los espíritus malignos que habitaban el bosque, y al ver el gran
interrogante en la cara de la niña, siguió la explicación: duendes, hadas,
lamias … y al oír ese nombre, todos miraron a Hugo, que disimulando el mal
cuerpo que se le había puesto a ver aquella flor, con un gesto, les invitó a subir
a los coches.
─Ya os lo había dicho… Subid.
Llegaron a la casa rural,
y los dos hermanos no veían el momento de encontrarse a solas para hablar, de
lo que había sucedido unas horas antes, y por fin, cuando lo consiguieron,
estaban sentados en la puerta de la casa al fresco de la noche.
Ninguno de los dos sabía
como comenzar a hablar. Algo les reconcomía, los dos habían tenido una
sensación desagradable viendo la flor y se acentuó solo con pensar en entrar a
la casa, e incluso la señora tan amable, les daba malas vibraciones, pero no
sabían por qué, tenían que averiguarlo.
Al día siguiente, se
fueron los dos al bosque, con una animada charla recorrieron el camino
directamente hasta el río, como si fuese antaño, sin titubear siquiera cual de
los caminos deberían seguir, y allí se encontraron, en mitad del bosque, al
lado del río, frente a la roca donde Hugo había visto a su lamia.
Allí se sentaron, mirando
fijamente, intentando recordar algo, que realmente no sabían si podrían
recordar. Minutos más tarde, sintieron un frío recorrer su espalda, pero en vez
de sentirse asustados, fue una sensación agradable, muy agradable, los dos
hermanos se miraron y justo frente a ellos, una luz cálida revoloteó. Los dos no
salían de su asombro y se miraban tratando de entender. Fue Hugo quien primero
habló.
─Hola, abuelo.
La luz respingó, se sentía
feliz, de que le hubiese reconocido, y ya no hablaron más, porque ellos dos
oían, en su cabeza a su abuelo, que tenía algo muy importante que contarles,
tenía que protegerlos a ellos dos y a sus familias. Al preguntar Fernando por
la causa, de pronto se vieron en su caserío, en el pasado, al lado de la
chimenea, ellos eran dos niños aún y el abuelo contaba historias…
Hugo, no debes ir al
bosque a ver a esa hermosa mujer, es una lamia, sé que es difícil de entender,
que es muy hermosa, que te diviertes mucho con ella, pero es un ser maligno, y
querrá ser la dueña de tu alma,
tienes que alejarte de ella; si se encapricha de ti, te arruinara la vida y te
puede hacer mucho daño, ayudada por las demás criaturas de la noche.
Aquí en casa estas a
salvo, por las noches, que es cuando esos seres nos pueden atacar, tenemos la
flor que nos protege en la puerta, no se acercarán, esos seres temen al sol y
esa flor les recuerda a él. Pero de día si te adentras en el bosque, es su
territorio y allí no estaréis a salvo de ellos.
Cuando terminó de contar
la historia y los dos prometieron no ir más hasta allí, se fueron a la cama.
Aquella noche tuvieron sueños muy extraños, y a media noche, se levantaron sin
saber porqué y salieron hacia el bosque, extraños ruidos se sentían a su paso
por el camino, se oían voces, susurros y risas acalladas entre los arbustos,
pero ellos, comos dos almas poseídas seguían su camino hasta el corazón del
bosque.
Llegaron por fin y no se
dieron cuenta pero detrás de ellos todo un séquito de extrañas criaturas les
estaba siguiendo, primero escondidos y después justo detrás, como si se tratase
de una manifestación, siguiendo a sus líderes, aunque en este caso eran sus víctimas.
La hermosa lamia estaba
sentada en su roca, peinándose y cantando una hermosa canción que era lo que
les había llevado hasta allí. Ellos estaban en trance, sin voluntad, dos
chiquillos a merced de aquellas diabólicas criaturas.
De pronto, y armando un
gran escándalo aparecieron los abuelos, con la flor de la puerta en una mano,
y con una especie de carraca en la otra, gritando todo lo que podían
para hacer el mayor ruido posible, con ellos venían unos vecinos, con los
mismos artilugios, con lo que consiguieron que aquellas criaturas malignas se
asustasen y se escondiesen en el fondo del bosque, en sus madrigueras. Cogieron
a los niños y los llevaron a casa.
El verano había terminado
para ellos, al día siguiente sus padres fueron a buscarlos, y sin mediar media
palabra se los llevaron de allí entre lloros y lamentos, porque no recordaban
nada de lo que había pasado la noche anterior y no comprendían el por qué de
aquél súbito cambio en los planes del verano.
Cuando ya se habían
marchado un gran cuervo, se acercó hasta la casa y con su enorme y poderoso
pico arranco la “eguzkilore” del dintel de la puerta y se la llevó, sin más.
Al llegar la noche, los
dos abuelos solos sentados ante la lumbre, se lamentaban de lo sucedido, eran
conscientes de que sus queridos nietos no podrían volver allí jamás, donde
habían sido tan felices, hasta que
la lamia se encaprichó de ellos, y no lo podían permitir, sería su
muerte.
Llamaron a la puerta,
fueron a abrir y ante ellos, se encontraba la hermosa mujer con los pies de
pato, que con sus hermosos ojos, buscaba a sus presas, seguida por su séquito
de criaturas de la noche. Al verla en la puerta, los dos miraron hacia donde
debería estar su protección contra aquellos engendros. No estaba, había
desaparecido.
Se abalanzaron sobre
ellos, apartándolos de la puerta, pasaron por encima de ellos, buscando a los
dos niños, subieron a las habitaciones, los establos, las cuadras… No los
encontraban; la hermosa mujer, estaba cada vez mas furiosa, sus ojos emitían
fuego cada vez que miraba a los abuelos que abrazados el uno al otro se
acurrucaban en una de las esquinas de la cocina, con la lamia frente a ellos,
interrogándolos, sobre el paradero de sus nietos, La extraña criatura no se
resignaba a que se hubiesen burlado de ella por segunda vez, deseaba aquellas
presas y las conseguiría pasase lo que pasase.
El ambiente estaba
caldeándose por momentos y al ver que no estaban, que no se hallaban escondidos
en aquel lugar, su furia aumentó, sus manos estaban crispadas y con un
gesto rápido e imperceptible,
cogió dos hermosos peines de oro
con los que peinaba su hermosa melena, y los clavó en los ojos de los
ancianos incrustándoselos en la cara, y con otro gesto más rápido aún salió de
la casa, dejándolos a merced del resto de abominables criaturas , que los
torturaron durante toda la noche.
Al salir el sol
desaparecieron, y cuando los vecinos los encontraron, solo hallaron los dos
cuerpos de los ancianos destrozados.
Hugo y Fernando lloraban y llamaban a sus abuelos, la
luz revoloteaba entre ellos, intentando calmarlos, intentando que saliesen del
trance en el que estaban para poder explicarles lo que pasó realmente y que
ellos desconocían.
Despertaron, y entonces
comprendieron muchas cosas que no entendían, el por qué de la salida repentina
del caserío, primero y el cambio de ciudad después, para nunca volver. No
supieron que los abuelos habían muerto hasta mucho tiempo después, para que no
relacionasen nada y siempre prevaleció la negativa rotunda de los padres a
volver a visitar las tierras donde nacieron.
Pero el abuelo se encargaría
de protegerlos, y así lo hizo.
Regresaron a la casa,
reunieron a toda la familia, les contaron toda la historia, recogieron todo y
se disponían a montarse en los coches, cuando una luz se posó en Katalin, esta
asintió y se dirigió hacia un lado de la casa, se agachó y al volver llevaba
una “eguzkilore” en la mano y una
enorme sonrisa en su cara; al montar en el coche, miró hacia atrás.
─Gracias, abuela.
ISABEL LEBAIS
Una fábula, un cuento, una leyenda, un mito? Está muy bien narrado. Gracias por compartir.
ResponderEliminarMuchas gracias a ti por pasar y comentarlo.
EliminarAh, se me olvidaba. Me ha gustado.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me alegro que te haya gustado, es un cuentito que tenía guardado. Un abrazo.
EliminarPrecioso final Isabelle, me ha gustado mucho tu relato. Enhorabuena.
ResponderEliminarMaría Jesús
Muchas gracias María Jesús por pasa por aquí y comentar.
Eliminar¡Fantástico como nos haces llegar parte de cada personaje y como nos sentimos parte integrantes de la historia! ¡felicidades, hermosilla!!
ResponderEliminarMuchas gracias hermosillo se agradece, se trata de entretener.
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